Se rumoreó y se desmintió (ya se sabe, el desmentido suele ser la antesala de la noticia, salvo en España, que es noticia en sí mismo) y aún no está muy claro lo que va a suceder con el patrimonio histórico artístico del Partido Comunista Francés. La famosa Gioconda con bigote de Duchamp parecía que iba a cambiar de manos, y los dibujos donados por Picasso también corrían el peligro de dejar su espacio libertario y pasar a manos burguesas.
Por ahora la cosa queda ahí, con un partido en quiebra para gozo de la derecha y de la llamada socialdemocracia, que casi veinte años después de la caída del muro sigue sacudiéndose el complejo de hermano pequeño torpón o heredero arribista que no suelta la mejor parte del pastel.
Quizá la verdadera crisis, como el sueño genuino comenzó en Rusia hace 90 años; en otoño, una época en la que sólo podrían florecer las utopías. Cuando los propios comunistas dirigidos por Stalin se convirtieron en una caricatura grotesca y siniestra a costa de los que realmente creían que el sueño estaba al alcance de la mano.
En Occidente, especialista en mirar sin ver, todo eso se obvió y se mantuvieron consignas prostituídas que ni siquiera se tambalearon hasta que los tanques comenzaron a tomar Praga o Budapest, a veces ni eso.
Lo más trágico es que, por encima del arte en forma de cuadros o edificios, el comunismo perdió los sueños, o lo que es peor, con demasiada frecuencia los convirtió en pesadillas que ni de lejos vislumbraron lo que podía haber sido y no fue.
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